La ciencia no solo explica el mundo: también lo define. Históricamente controlada por voces masculinas, ha dejado fuera otras formas de ver, sentir y pensar. Recuperar la participación de las mujeres en la producción del conocimiento es una tarea urgente y profundamente política: se trata de disputar el lenguaje, los sentidos y el poder de imaginar futuros posibles.
La ciencia no es solo una herramienta de conocimiento: es también una forma de poder. Como señala Villarmea-Requejo (1999), constituye la principal fuente desde la que construimos el mundo, y por eso tiene la capacidad de definir la realidad. Esto convierte al conocimiento científico en una herramienta política.
La histórica invisibilización de las mujeres en la ciencia ha generado un profundo desequilibrio de poder que se reproduce tanto en la esfera académica como en la vida cotidiana. Como advierte Sanz (1990), los saberes androcéntricos no solo organizan la producción científica, sino también las relaciones sociales, los estereotipos, las emociones y hasta los placeres.
En palabras de Villarmea-Requejo (1999, p.223):
“El debate científico es también la lucha por el lenguaje y los significados que adquirirán valor de conocimiento público en el futuro.”
Por eso es urgente que las mujeres intervengan en la creación de las historias desde las cuales se va a interpretar y construir la realidad.