Llegó al Parque de los Monos antecitos de las 12 del mediodía. Estaba muy cargado y sentía que no le entraba nada más en ninguno de sus kepis. Solo alcanzaba a caminar muy lentamente buscando un lugar de reposo.
Vio una banca vacía, de esas de madera y cemento pintadas de color verde. Pensó que no habría lío si se sentaba un ratito a descansar: había estado parado todo el día. Se desplomó con todo el peso de su cuerpo, más el de las bolsas y cajas, más el de los anhelos de todas las demás personas. Parecía que ya no había ni campo para los suyos propios.
Con su mano regordeta se sacó el sombrero negro de su cabeza y lo apoyó en la banca caliente, tan roída por el sol altiplánico que el barniz ya se estaba desprendiendo. Suspiró. También se quitó el lluchu que lo hacía transpirar aún más.
Con su otra mano, buscó en el bolsillo interno de su terno su cajetilla de Derby naranja, la sacó y llevó un cigarrillo a la boca. Lo prendió con uno de esos encendedores fosforescentes truchos, pero que al menos lograba la chispa un par de veces antes de romperse. Dio una bocanada de humo y lo sacó rápidamente por su boca. Dio otra y otra y otra.
A veces era más fácil dejar el cigarro entre los labios, pero el pequeño esfuerzo extra que debía hacer con esa acción, lo dejaría para sus horas laborales.
Sabía que su momento de descanso iba a ser fugaz. Aunque necesitaba sentarse al menos 5 minutos sin que nadie lo moleste o le pidiera algo. Sentía que todo mundo ponía sus expectativas sobre él. No entendía bien porqué, si solo era un hombre con un montón de bolsas entrelazadas a su cuerpo, un lluchu, un sombrero y un bigote clásico, al que le gustaba comer api con pastel y jugar a las canchitas de vez en cuando.
“Ey… ¿qué estás haciendo? Todos te están buscando, debías ir no más”, le dijo su amigo el sapo, que de repente se había sentado a su lado en la banca caliente. “Estoy un ratito descansando. Pedírselo tantas cosas a tanta gente cansa pues. Un ratito me he venido a fumar un puchito”, le respondió.
“De qué te quejas, si vos eres el preferido de la ocasión: logras que la gente se haga de sus cositas, dicen”, le replicó en tono bromista el amigo verde. “Pero de verdad pues hermano, al menos te dan un puchito, a veces a mi ni eso”, concluyó.
“Ya, ya, voy a volver. No molestes pero. Solo quería un momento a solas”, refunfuñó mientras se volvía a parar con mucho esfuerzo.
Se puso su lluchu, su sombrero y empezó a cargarse todos sus kepis otra vez: leche en polvo, arroz, pasankalla, fideo, latas de sardina, un terreno bardeado con casa, un minibús, un título de bachiller, la libreta militar, una arroba de papa, billetes de todas las denominaciones, entre otros.
Se paró de a penas, abrió su boca como para que le entre justo un cigarro y empezó a caminar lento.
De repente sintió cómo una mano lo agarraba de la cabeza y lo alzaba de golpe, mientras escuchaba una voz a lo lejos. “Lleve, lleve casera, este es el Ekeko más completo, tiene todo cargado”, decía la voz. “Además todo te cumple, solo le tienes que hacer fumar cada viernes y así te van a llegar tus cositas”.
Cambió de mano y pudo percibir que unos ojos negros lo miraban fijamente.
“Ya, challámelo biencito pero, con harto alcohol, que ahorita lo voy a llevar a sahumar”. Y el Ekeko dijo para sus adentros, sin quitar la sonrisa “Otra vez me voy a llenar de humo y este mi terno es nuevito”.
Dibujo hecho en una de las tarde de experimentos con pinturas de Kanek.