Detrás del discurso del “amor al hogar” hay una estructura que reparte el poder de forma desigual. Mientras algunos se sienten líderes por mandar, millones de mujeres sostienen la vida en silencio, con esfuerzo no remunerado, con carga mental y soledad. Este texto expone cómo los roles de género se imponen desde la infancia y se justifican con estereotipos que todavía organizan el mundo.
Hace unos días, el futbolista Javier “Chicharito” Hernández publicó una serie de videos en redes sociales que encendieron el debate público. En ellos, dijo frases como “mujeres, están fracasando… están erradicando la masculinidad”, o “encarnen su energía femenina: cuidando, nutriendo, recibiendo, multiplicando, limpiando, sosteniendo el hogar, que es el lugar más preciado para nosotros, los hombres”. También afirmó que “las mujeres no deberían tener miedo a ser lideradas por un hombre”.
Estas declaraciones no son un simple “comentario desafortunado” ni una torpe nostalgia por “valores tradicionales”. Son expresiones directas de un sistema patriarcal que ha estructurado históricamente las relaciones entre hombres y mujeres sobre jerarquías, mandatos de género y desigualdades normalizadas.
Entre las respuestas de apoyo que recibió el jugador mexicano (tanto de hombres como de mujeres), estaba el argumento de que servir al esposo y a los hijos es un privilegio, no un trabajo. No podemos tratar como sinónimos dos palabras tan distintas como “servir” y “cuidar”. Servir implica una relación jerárquica, de subordinación.
Cuidar, en cambio, es otra cosa. Es un acto profundamente humano, ético, imprescindible para sostener la vida. Pero incluso ese cuidado —cuando lo ejercen las mujeres— ha sido romantizado, exigido y naturalizado, como si fuera un don, no un trabajo. Como si las mujeres lo hicieran por instinto y no porque el sistema las educó para ello desde niñas. Cuidar se ha convertido en un mandato disfrazado de virtud.
En un show de stand-up, la comediante Sofía Niño de Rivera, al interactuar con su público, preguntó a qué se dedicaban los cuatro integrantes de una familia que estaba en primera fila. El padre respondió que era médico, una de las hijas comentó que cursaba un doctorado y la otra que trabaja en el área de tecnología. Cuando la comediante se dirigió a la madre, hubo una pausa y ella respondió, con cierto resquemor: “ehhh, pues en la casa”. La comediante replicó que, gracias a ella, los otros tres habían podido lograr todo lo que hicieron, y que ese era el trabajo más difícil.
En una conferencia de prensa de la presidenta Claudia Sheinbaum, un periodista formuló una pregunta relacionada con un caso de grafología y señaló textualmente: “cualquier persona, incluso una ama de casa, podría hacer ese trabajo”. Ante esto, la mandataria, antes de responder la pregunta, destacó la necesidad de reivindicar el trabajo que realizan las amas de casa en vez de demeritarlo.
Ambos casos —uno en la comedia, otro en la política— reflejan la misma realidad: el trabajo de cuidados y la gestión del hogar siguen siendo subvalorados, cuando en realidad constituyen el primer cimiento de cualquier sociedad funcional.
De acuerdo con la Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México del INEGI, publicada en 2024, este trabajo equivale al 26.3% del PIB nacional, más que sectores como la manufactura (20.3%) o el comercio (18.6%). Las mujeres realizan el 71.5% del valor económico de estas actividades, lo que en promedio equivale a 86,971 pesos anuales por persona.
Este trabajo —no remunerado pero indispensable— es el que permite que el resto de la economía funcione. Como señala la investigadora, Brígida García Guzmán, el trabajo doméstico subsidia al sistema capitalista al reducir el costo de reproducción de la fuerza de trabajo, y sostiene la reproducción social al permitir que otros salgan al mercado.
Además, esta desigualdad se traduce en una forma poco discutida de exclusión: la pobreza de tiempo. A nivel global, las mujeres realizan al menos 2.5 veces más trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que los hombres (ONU Mujeres, 2022). Esto limita profundamente sus posibilidades de participación plena en el ámbito público, profesional y político.
En América Latina, las mujeres destinan, en promedio, tres veces más tiempo que los hombres al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. Antes de la pandemia, esa brecha se traducía en entre 22 y 42 horas adicionales a la semana, lo que equivale a una jornada laboral completa —o incluso más— cada día, sumada al resto de sus actividades. Esta desigualdad era aún más marcada para mujeres afrodescendientes, indígenas y aquellas que vivían en condiciones de mayor pobreza. Además, en al menos 11 países de la región, las mujeres en situación de pobreza ya asumían, antes del COVID-19, casi dos horas diarias más de trabajo no remunerado en cuidados que sus pares de niveles socioeconómicos más altos. Esta carga excesiva y desigual evidencia que no se trata solo de voluntad individual, sino de estructuras sociales que asignan el cuidado como responsabilidad casi exclusiva de las mujeres, sin políticas públicas suficientes que lo reconozcan, redistribuyan o valoren.
A la sobrecarga física del trabajo doméstico se suma una dimensión menos visible pero igualmente pesada: la carga mental. No se trata solo de cocinar, limpiar o lavar la ropa, sino de asumir la gestión integral del bienestar del hogar. Esto implica anticipar necesidades, coordinar rutinas, monitorear el estado emocional de cada integrante de la familia y organizar la vida cotidiana como si se tratara de una empresa invisible. Esta carga —cognitiva y emocional— recae de forma desproporcionada sobre las mujeres, especialmente sobre las madres, y suele vivirse en silencio, con agotamiento, ansiedad y una profunda sensación de soledad. Todo esto, además, está atravesado por el amor que se tiene por la familia, lo que intensifica aún más su impacto: no es un esfuerzo neutral, sino uno que involucra vínculos afectivos, culpa y responsabilidad emocional.
Por eso es tan problemático idealizar el rol de la mujer como “guardiana del hogar”. Porque el hogar puede ser un espacio de afecto y contención, pero también puede ser un lugar de aislamiento y encierro, especialmente cuando no existen redes de apoyo, reconocimiento social, ni libertad para elegir otro camino. No se trata de expulsar a nadie del hogar, sino de garantizar que ese espacio no sea un destino impuesto, sino una elección libre, compartida y sostenida en igualdad.
Desde la infancia se nos asignan roles de género: a las niñas, muñecas y escobitas; a los niños, robots y herramientas. Esta socialización temprana se traduce en un mundo adulto donde las mujeres siguen cargando con la mayor parte del trabajo doméstico y de cuidados, incluso cuando también tienen empleo formal.
Esta asignación desigual se sostiene en estereotipos de género, entendidos como creencias socialmente aprendidas sobre lo que se considera “natural” o “propio” de hombres y mujeres, como lo explica muy bien la especialista, Virginia García Beaudoux, en su artículo “De techos, suelos, laberintos y precipicios. Estereotipos de género, barreras y desafíos de las mujeres políticas”. La autora señala que cuando se refieren a las mujeres, estos estereotipos se vuelven normas rígidas: una “buena mujer” debe anteponer las necesidades de otros, ser modesta, evitar la ambición, no autopromocionarse, y permanecer en el ámbito privado. Si trabaja, debe ingeniárselas para que su vida pública no altere su vida doméstica. No se espera que el mundo cambie para ser más igualitario, sino que las mujeres hagan malabares para sostenerlo todo, sin cambiar el statu quo.
Pero los estereotipos no son inofensivos, dan lugar a prejuicios y prácticas discriminatorias que generan barreras reales y tangibles, explica García Beaudoux. Una de ellas es el llamado “suelo pegajoso”: una barrera cultural que adhiere a las mujeres al espacio privado como si fuera su lugar “natural”, y dificulta su movilidad social al requerirles que equilibren el trabajo dentro y fuera del hogar. Es esa presión social para que sean las principales responsables del cuidado de hijos e hijas, parejas o padres y madres mayores, que refuerza las dobles y triples jornadas y limita su desarrollo profesional.
Y quienes logran participar del mundo laboral formal se enfrentan a otro obstáculo: el “techo de cristal”. No hay leyes que digan que las mujeres no pueden liderar, pero sí normas implícitas que las frenan. Estas barreras organizacionales, invisibles pero efectivas, permiten a las mujeres avanzar solo hasta ciertos niveles jerárquicos, pese a su preparación o experiencia. Ya hay estudios que proponen reemplazar esta metáfora por la del “laberinto de cristal”, más adecuada para describir las múltiples y complejas rutas, obstáculos y desvíos que enfrentan las mujeres para llegar a posiciones de liderazgo. Porque ya no se trata solo de romper un techo, sino de navegar un sistema lleno de trampas.
Lo más preocupante de discursos como el del Chicharito no es solo que los emita una figura con millones de seguidores, sino que una parte importante de la sociedad los defienda como si fueran verdades reveladas, apelando a la “familia” o el “orden natural”. Pero no hay nada natural en la desigualdad: es estructural, histórica, y se reproduce cada vez que se normaliza el mandato de que los hombres lideran y las mujeres obedecen.
En ese contexto, las sanciones institucionales —como la impuesta por la Federación Mexicana de Fútbol— y las voces que reaccionaron con firmeza son señales valiosas. Pero no son suficientes. Lo que necesitamos es una reflexión más profunda, que cuestione cómo estas ideas están incrustadas en nuestras prácticas, normas y discursos cotidianos.
Porque no se trata de si una mujer “elige” quedarse en casa. Se trata de si esa elección fue posible en condiciones de igualdad. Y sobre todo, de si ese trabajo —tan invisible como crucial— será alguna vez reconocido y valorado como merece. Si algo puede dejarnos esta controversia, es la oportunidad de seguir reflexionando, colectivamente, sobre el valor del cuidado y la urgencia de construir sociedades más justas.
García Beaudoux, Virginia (2018). De techos, suelos, laberintos y precipicios. Estereotipos de género, barreras y desafíos de las mujeres políticas. Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. Recuperado de https://repositorio.unam.mx/contenidos/5033517
Falú, A., Tello, F., & Echavarri, L. (2022). Las mujeres en los gobiernos locales: espacios políticos y agendas en disputa. Más Poder Local, (48), 90-112. https://doi.org/10.56151/589.68.71
García Guzmán, B. (2019). El trabajo doméstico y de cuidado: Su importancia y principales hallazgos en el caso mexicano. Estudios Demográficos y Urbanos, 34(2), 237–267.
ONU Mujeres, PNUD (2021). Los impactos del COVID-19 en la autonomía económica de las mujeres en América Latina y el Caribe. https://pad.undp.org.mx/files/g/820dcf0c1242364677545293.44594fd/banco/archivo/268/0/los-impactos-del-covid-19-en-la-autonomia-economica-de-las-mujeres-en-america-latina-y-el-caribe.pdf
INEGI. (2024), Cuenta Satélite del Trabajo no Remunerado de los Hogares en México (CSTNRHM) 2023. INEGI.